La niebla posada como un manto sobre los árboles inundaba la vista. El sol se habÃa reducido a un pequeño foco plantado todavÃa cerca del horizonte. Pilón tomó un poco de tabaco de la bolsita anudada a su cinturón y armó un cigarro para vencer el frÃo. Apoyado en la tranquera pensaba que otra vez le habÃa tocado madrugar y que eso no serÃa nada malo excepto porque nuevamente se escapaba otra noche en donde no habÃa podido dormir ni un poco. Insomnio le habÃa dicho el patrón. Capaz por las ovejas y los animales que desaparecÃan uno tras otro del campo de los López. Pero él sabÃa que no, que eso no era. Que sus animales estaban a resguardo con los perros y que en realidad todo era culpa de la morocha. Ella se lo habÃa jurado, solo un mes para poder organizarlo todo. Para juntar unos pesos y escaparse los dos a la sierra donde su primo seguro los recibirÃa. Siempre habÃa trabajo para alguien como él. Además su primo se encargarÃa de hacerle buena fama con los estancieros. Pero ahora ese tiempo habÃa llegado de improviso, como un animal que lo anda buscando a uno y que de repente lo encuentra desarmado. Y Pilón no hacÃa otra cosa más que preguntarse por la morocha. En la pulperÃa no aparecÃa más, habÃa preguntado también con las viejas cerca de la escuelita pero nadie sabÃa nada. AsÃ, fugaz, de un dÃa para el otro ella habÃa desaparecido. Y la gente decÃa que cuando lo vieron a Manuel esa mañana juntar todo y salir con sus cosas andaba sólo. Pero otros también lo habÃan visto marchándose con ella y entonces él no sabÃa qué creer. Su cabeza se convertÃa en un pozo lleno de un agua oscura en donde sentÃa que se ahogaba. Se dedicaba únicamente a cuidar a los animales y a comer y dormir. SentÃa que ya no podÃa esperar nada, que le habÃan sacado un pequeño motor del cuerpo y que ahora sus brazos y piernas se llenaban con un aire frÃo que lo volvÃa todo insÃpido, como esas mañanas que contemplaba aburrido con sus ojos.
La idea de la muerte lo atrapaba pero él trataba de no dejarse llevar. No podÃa creer que un desencuentro pudiera desencadenar todo eso pero es que la edad y los changuitos que habÃan planeado tener. Todas ideas que miradas con detenimiento a la luz del sol parecÃan salidas de un cuento de esos que le dicen a los niños. Y que ahora, en la semioscuridad de la madrugada se volvÃan ingenuas. ¿Vos?¿Padre?¿Haciéndote cargo del cuidado de unos mocosos?¿Sin poder ir más al monte a cazar con los otros compas?¿O sin poder volver de la pulperÃa a cualquier hora? Pero la guerra habÃa terminado, ya las indiadas no volvÃan y él podÃa dedicarse de tiempo completo a todas esas cuestiones que de alguna manera su espÃritu reclamaba. La rutina pesada de los dÃas de ocio se habÃa convertido en un peso gigante que lo empujaba desde los hombros. Él solamente querÃa darle un nuevo rumbo a su vida porque finalmente sentÃa que todo se le escapaba, como si los dÃas y las noches que pasaban fuesen animales asustados por un depredador hecho de horas, dÃas y años.
En un momento se habÃa creÃdo inmortal. Ver hombres morir en sus manos y ver personas dándose caza lo habÃan hecho pensar que no podÃa formar parte de ese oscuro augurio. Que en realidad si él estaba del lado de los cazadores no tenÃa por qué temer de la parca. Y después, en la paz, los duelos y verse salvado por un instante de lucidez en donde un movimiento lo volvÃa dueño de la vida de otro que se ahogaba con sus ojos abiertos y él siempre con la suerte de su lado. Pero la suerte se agota y la juventud se le escurrÃa y se volvÃa una necesidad escasa, como tener sed y querer agua y saber que se acaba y habrá que recorrer largo tiempo un desierto. Pilón sentÃa que ese desierto era como sus noches, que cada vez se alargaban más. Que no lo dejaban cerrar un ojo y lo volvÃan loco con todos esos pensamientos. Por eso la posibilidad de detenerlo todo se cifraba en la esperanza de criar a otro ser humano. Otra criatura que podÃa ser como él y que lo rescatarÃa en su soledad. SerÃa como un recodo en el rÃo turbulento de su vida. Él podrÃa encargarse de cuidarlo y cuando la vejez lo encontrara en sus últimos dÃas, Pilón no estarÃa solo. TendrÃa alguien que podrÃa acompañarlo.
Pero todo eso se habÃa perdido con la desaparición de la morocha. Solo quedaban las ideas flotando dentro de la cabeza como nubes alborotadas por una tormenta a punto de llegar. Y el monte y la naturaleza que en un momento le habÃan parecido una entidad que lo cuidaba, una especie de dios omnipresente, ahora lo asustaba. SentÃa que a cada instante alguien lo observaba. Una presencia invisible detrás de él que medÃa cada uno de sus gestos. El horizonte ya no iluminaba sus ojos, las estrellas habÃan perdido su brillo. En su regreso de la pulperÃa ya no se dejaba llevar por la noche convertida en un agua profunda que lo iba meciendo hasta la estancia. No existÃa más el placer de los cigarrillos encendidos contra el frÃo del alba, con la primer luz del sol. No existÃa más el placer de empuñar la escopeta para cazar. Todo se disolvÃa en un abismo hecho de niebla. SentÃa que llegaba al lÃmite de su vida.
Fue por todo eso que Pilón no se dejó sorprender esa madrugada igual a todas, con la mañana posándose sobre los ojos absortos que contemplaban el monte y sus árboles. Terminó el cigarrillo y decidido a volver a la estancia para comenzar el dÃa, pudo observar la figura acercándose lentamente. El cuerpo entregándose al aire frÃo, su mano lejos de la escopeta, con el cigarrillo entre los dedos. La llegada de un jaguar a la tranquera.
Prilidiano Pueyrredón, "Costa del RÃo de la Plata"